Del intelectual orgánico al pseudointelectual crítico. Hacia una nueva tipología de los intelectuales en México*

César Cansino

Profesor investigador en la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales de la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla (BUAP), México. (politicaparaciudadanos@gmail) Orcid.org/0000-0003-2369-9128, Benemérita Universidad Autónoma de Puebla, México



Resumen

El propósito del presente artículo es proponer una nueva tipología de los intelectuales en México, en sintonía con los cambios políticos que han llevado al país de un régimen autoritario a una democracia en construcción. La tesis del autor sostiene que los intelectuales han sido cómplices de la lentitud con la que la democratización se ha abierto paso y de los muchos déficits democráticos que aún subsisten, pues han estado más interesados en congraciarse con las elites gobernantes y partidistas, que ahora pueden alternarse de un sexenio a otro, que en confrontarlas y exhibirlas en sus yerros y excesos. Si acaso las nuevas generaciones de intelectuales han dejado de ser orgánicas en su acepción tradicional para convertirse en pseudointelectuales críticos.

Received: 2019 August 29; Accepted: 2019 October 24

47. 2019 ; Esp.

Keywords: Palabras clave intelectuales orgánicos, Intelectuales, círculo rojo, poder, élite política, opinión pública, pseudointelectuales.
Keywords: Keywords Intellectuals, organic intellectuals, pseudointellectuals, public opinion, power, red circle, political elite.

1. Introducción

La expresión Círculo Rojo suele usarse para referirse al pequeño y cerrado grupo de intelectuales y opinadores mediáticos que, en un contexto nacional, tiene a su disposición los espacios de comunicación más influyentes en la opinión pública, como televisoras, radiodifusoras, prensa y publicaciones periódicas. De alguna manera, se trata de la élite intelectual con más visibilidad en un país, pero no necesariamente la más combativa o crítica respecto a otros intelectuales menos mediáticos a la hora de referirse a las élites política y económica, sino que muchas veces es dócil al establishment y sólo crítica al poder cuando de ello depende ampliar o conservar sus privilegios como élite. Asimismo, quienes integran el Círculo Rojo no son necesariamente los intelectuales más importantes de un país en términos de su contribución a las Letras o las Humanidades, pero sí los más astutos para ascender en lo que Gabriel Zaid (2010) ha llamado con cierta ironía el “trepadero intelectual”, refiriéndose a la condición reptilesca de muchos creadores intelectuales.

De ahí derivan muchos subtipos de intelectuales, desde los orgánicos al sistema hasta los pseudocríticos, que han hecho de la crítica un trampolín para ascender en la élite, pero manteniéndose siempre en las fronteras de lo políticamente correcto. De hecho, en la medida que el Círculo Rojo también es una élite, sus miembros y aspirantes a serlo deben seguir un conjunto de reglas no escritas si es que desean conservar sus privilegios, como no descalificarse entre ellos, reverenciar a los mandarines del Círculo Rojo y mantener la crítica al sistema en un umbral de bajo perfil para no ser señalados como incendiarios. En ese sentido, lo rojo del Círculo Rojo no supone en automático confrontación con el poder político desde posiciones más o menos contestatarias o disidentes, sino, muchas veces, lo contrario, en un juego de simulaciones para que sus miembros puedan acomodarse a los vaivenes de la política y no fenecer en el intento. En todo caso, lo que sí hay que concederle al Círculo Rojo es la habilidad de sus integrantes para posicionarse en los medios más importantes, con el fin de tratar de influir desde ahí en la opinión pública. De ahí que también se recurre al término “comentocracia” para referirse a sus integrantes.

Como quiera que sea, el término remite directamente al asunto de las relaciones entre los intelectuales y el poder, que no son constantes ni inmutables, pues dependen de las transformaciones que cruzan a los sistemas políticos. Así, por ejemplo, en una transición desde un régimen autoritario a uno democrático es hasta cierto punto lógico que los intelectuales pasen de una condición orgánica y servil al viejo régimen a una de crítica y cuestionamiento a las autoridades emergentes o que, incluso, se conviertan en protagonistas de los impulsos democráticos.

El propósito del presente artículo es examinar la evolución reciente del Círculo Rojo en México, ahora que la joven e incipiente democracia del país ha derivado en un pluralismo competitivo y ha estimulado una nueva cultura de los derechos civiles y políticos. Empero, mi tesis sostiene que los intelectuales no han evolucionado de la misma manera que la democratización o, en todo caso, han sido cómplices de la lentitud con la que ésta ha caminado y de los muchos déficits democráticos que aún subsisten, interesados más en congraciarse con las elites gobernantes y partidistas, que ahora pueden alternarse de un sexenio a otro, que en confrontarlas y exhibirlas en sus yerros y excesos. Tal parece que la larga herencia de servilismo y mercenarismo de los intelectuales durante el viejo régimen se ha transmutado a las nuevas generaciones de intelectuales, pero camuflado con posiciones aparentemente críticas, pues hoy presentarse como intelectuales independientes les resulta indispensable para conectar con la sociedad y legitimarse ante la opinión pública. Más específicamente, esta mutación de los intelectuales en general, pero sobre todo de los pertenecientes al Círculo Rojo, puede resumirse con la siguiente frase: de intelectuales orgánicos a pseudointelectuales críticos.

2. Intelectuales y poder

No existe una sola manera de concebir la relación de los intelectuales con el poder. Por el contrario, existen tantas concepciones como intelectuales que en algún momento incursionaron en esas honduras del pensamiento; es decir, existen múltiples representaciones, incluso antagónicas, sobre el quehacer intelectual y, en particular, sobre el deber ser de los intelectuales con respecto al poder político. Obviamente, no hay posiciones objetivas o ingenuas sobre el asunto. La mayoría de las veces, los argumentos esgrimidos por los propios intelectuales han buscado justificar una trayectoria —la suya—, o simplemente abrevan de una concepción preexistente en la que creen encontrar el sustento teórico más congruente con su propio quehacer político. Como quiera que sea, se trata de un asunto polémico que, por obvias razones, interpela constantemente a los intelectuales. En ocasiones, la integración de los hombres de ideas al Estado provoca en ellos una suerte de tensión moral, sobre todo en el contexto de regímenes autoritarios, pues asumen que su inserción en el poder conlleva, se quiera o no, un costo en términos de credibilidad. En otros casos, el rechazo moral a un determinado estado de cosas conduce a algunos intelectuales a adoptar posiciones políticas de carácter disidente o abiertamente contestatarias o revolucionarias. Para otros, participar de los asuntos públicos en algún ámbito del aparato gubernamental es una suerte de misión moral o de compromiso ético para con su nación, sobre todo en los momentos decisivos de génesis y conformación de un nuevo régimen político, que por este hecho de carácter simbólico renueva las esperanzas colectivas de avanzar hacia algo mejor respecto a lo que existe. Finalmente, están los que defienden rabiosamente su independencia intelectual aun a costa de ser excluidos o marginados del mundo cultural por no ceñirse a las reglas no escritas impuestas por la corriente política dominante. Como quiera que sea, la inteligencia y el poder político siempre han estado emparentados, relacionándose en forma conflictiva e inestable a lo largo de la historia humana. Se trata de una relación marcada por la fascinación, la suspicacia y una suerte de amor-odio recíprocos. En este diapasón, la toma de posición acerca del quehacer intelectual es también una justificación de lo que los intelectuales son o aspiran a ser.

De ahí que la noción de “representación” es pertinente para examinar la forma en que los intelectuales conciben su papel en la sociedad y con respecto al poder político, pues dicha noción alude no sólo a una capacidad o facultad para representar, encarnar o articular un mensaje, una visión, una actitud, filosofía u opinión para y a favor de un público, sino también una construcción mental que impele a la acción, a actuar en sintonía con ciertos criterios. De hecho, las representaciones intelectuales son la actividad misma, dependiente de un tipo de toma de conciencia que puede ser escéptica, comprometida, irreverente, etcétera (Said, 1996).

Las posiciones dominantes sobre las relaciones entre los intelectuales y el poder han mutado constantemente desde que se acuñara el concepto de intelectual en Francia, en 1898, en ocasión del affaire Dreyfus. Se debe pues al escritor Emile Zolá un primer exhorto para que los hombres de ideas, preocupados por la justicia y la verdad, adoptaran una actitud crítica e intentaran cambiar la actitud incrédula y desinformada de los ciudadanos, en este caso, frente a un hecho cruel que vulneraba los principios más elementales de la convivencia y la igualdad de derechos (Zolá, 1998). Tiempo después, en 1927, en su famoso libro La trahison des clercs, Julien Benda acusa a los intelectuales de abandonarse a las pasiones políticas, perdiendo de vista lo universal: se han vuelto “egoístas y desinteresados” de las grandes causas universales, como la justicia o la humanidad, y han abandonado toda primicia moral. En virtud de ello, Benda hace un exhorto a los intelectuales para que recuperen un sentido moral a la altura de su papel en la sociedad como formadores de opinión (Benda, 1927). Posteriormente, en el período entreguerras, la emergencia del socialismo y el nacionalsocialismo dividió a los intelectuales europeos y de otras latitudes: socialistas y antisocialistas, fascistas y antifascistas. Sin embargo, algo los unificaba: la condición de “intelectual orgánico” o comprometido teórica y prácticamente con una determinada causa o ideología, y que nadie caracterizó mejor que el italiano Antonio Gramsci (1949). De hecho, la idea del intelectual crítico a la Zolá o moralista a la Benda es sustituido por esta nueva representación. Del bando fascista resonaron las voces de intelectuales orgánicos como Carl Schmitt, Oswald Spengler, Ernst Jünger y Martin Heidegger, mientras que del bando socialista destacaron Georg Lukács, Ernest Bloch, Max Adler y el propio Gramsci. Pero como suele suceder, cuando los excesos solapados por ambos bandos quedaron al descubierto —el holocausto nazi y los gulags estalinistas—, se produjo una desbandada de los intelectuales hacia otras posiciones. En el seno del marxismo se presentaron largos debates sobre el papel de los intelectuales, y la figura del intelectual comprometido comenzó a tener muchos detractores (como Cornelius Castoriadis, Albert Camus y Claude Lefort) y uno que otro defensor a ultranza (como Jean-Paul Sartre). Como haya sido, empezó entonces a cobrar fuerza una representación distinta, menos aferrada a las ideologías y más comprometida con la verdad y la honestidad. Aquí destaca con luz propia Raymond Aron, quien reivindica para el intelectual un sentido crítico, no ideologizado ni dogmatizado, comprometido solamente con la búsqueda de la verdad (Aron, 1955). De aquí a decretar la muerte de los intelectuales sólo había un paso. La puntilla la quisieron dar con un éxito relativo los partidarios del posmodernismo (Francois Lyotard, Jacques Derrida y Gianni Vattimo): si el intelectual es un producto de la Ilustración y ésta ha sucumbi do junto con la modernidad, entonces ya no hay espacio para el intelectual portador de verdades universales (Lyotard, 1983). Ya antes, Michel Foucault había despreciado a los “intelectuales-oráculos” —una suerte de sacerdotes modernos capaces de iluminar el destino de la humanidad—, para reivindicar a un intelectual secularizado y todo menos profético (Foucault, 1981). Por esta misma línea se van derrumbando otras certezas acerca del papel de los intelectuales. Así, por ejemplo, Pierre Nora sostiene que, más que incitar a la acción, los intelectuales deben interesarse con modestia por hacer más inteligible el mundo en que vivimos: si la famosa onceava tesis marxista de Feuerbach sostenía que lo importante no es interpretar el mundo sino transformarlo, ahora el verdadero desafío para los intelectuales consiste en explicar al mundo por encima de cualquier otra cosa (Nora, 1980). Pierre Bourdieu, por su parte, desnuda a los intelectuales y les atribuye una estrategia individual perfectamente calculada, cuya principal finalidad es defender sus intereses, que no son otros que conquistar bienes —materiales o simbólicos—, ya sea consciente o inconscientemente (Bourdieu, 1984). Asimismo, Alvin W. Gouldner concluye que los intelectuales se han convertido en una nueva clase de especialistas cada vez más distante del gran público y que sólo se comunican entre sí (Gouldner, 1979); mientras que Russell Jacoby se refiere a los intelectuales independientes como una generación perdida, pues lo que hay en la actualidad es un grupo de “técnicos del aula”, ininteligibles, alquilados por alguna comisión, deseosos de agradar a diversos patrones y agencias, ufanos de sus credenciales académicas y de una autoridad social que no promueve el debate, sino que se limita a establecer reputaciones y a intimidar a los inexpertos (Jacoby, 1987). En la misma línea, Richard A. Posner demuestra empíricamente que el intelectual público ha declinado en los últimos años, incluso en términos estrictamente mercantiles: el impacto que alcanza, los libros que vende, la aceptación que recibe, etcétera (Posner, 2003). Finalmente, Paul Johnson ha puesto de relieve el enorme escepticismo que en la actualidad producen los intelectuales en los públicos a los que se dirigen: “… parece generalizarse la creencia de que los intelectuales no son más sabios como mentores ni más respetables como modelos que los hechiceros o sacerdotes de antaño” (Johnson, 1988). Pero el haber llegado a este punto muerto no es responsabilidad más que de los propios intelectuales. La soberbia, la incongruencia o la hipocresía que ha caracterizado a muchos de ellos ha terminado por devaluarlos a los ojos de todos (Serna, 2015). Sin embargo, como diría Bourdieu, “si no hay intelectuales, no habrá defensores de las grandes causas”.

Pero si hemos de hablar de un deber ser de los intelectuales en relación con la política que sirva de parámetro para evaluar las diversas representaciones que los propios intelectuales se han hecho y se hacen sobre su actividad, la definición de intelectual aportada por el poeta y ensayista mexicano Gabriel Zaid resulta insuperable: “el escritor, artista o científico que opina en cosas de interés público con autoridad moral entre las elites”, y que for ma parte de “algo así como la inteligencia pública de la sociedad civil”. Así, destacan al menos dos elementos: en primer término, que la intervención de los intelectuales en los asuntos públicos es totalmente independiente del poder político, e incluso contradice posturas y decisiones de éste; en segundo término, que en virtud de que la intervención del intelectual no se da en calidad de especialista, sino de ciudadano, la recepción de su discurso y sus opiniones no está mediada por un halo de “autoridad intelectual”. Es decir, no son los títulos o reconocimientos —por los que la mayoría de los intelectuales combaten con feroz discreción— otorgados (generalmente) por el poder los que le otorgan autoridad a su discurso, sino la recepción de ese discurso por parte de un público informado, el cual, por otra parte, es el que concede o niega la calidad de intelectual a alguien (Zaid, 1990).

Cabe señalar que el mundo de los políticos no es ajeno al mundo intelectual o, si se quiere, la política no es algo extraño a los intelectuales. Existen entre ambos un sinnúmero de vasos comunicantes. Pero la política que hacen los intelectuales no debe confundirse con la que realizan los políticos. Para empezar, no hay autoridad intelectual sin independencia respecto al poder. Ser un intelectual disidente y/o militante en un partido de oposición no cambia las cosas. El verdadero poder del intelectual es el de las ideas. La del intelectual es una práctica política distinta a la partidista. Así, por ejemplo, la crítica al poder despótico de los gobernantes sólo es creíble desde la independencia y, sobre todo, desde la libertad de quien la ejerce (muchos intelectuales en distintas épocas y contextos han defendido teóricamente este tipo de posiciones, por ejemplo, Wright Mills, 1963; Berlin, 1980; Bobbio, 1955).

En suma, planteado como ideal, el compromiso de los intelectuales es con la verdad pública, donde quiera que ésta se encuentre. Su herramienta es la crítica, que como tal no es buena o mala, sino correcta o incorrectamente argumentada o fundamentada. El intelectual no es un individuo apolítico; hace política, pero desde una tribuna que no es la del partido o el parlamento, sino la simple palabra escrita o hablada, que no es poca cosa. La crítica del poder o el poder de la crítica de los intelectuales radica en su autonomía moral y económica, es decir, en el ejercicio de su libertad. El compromiso del político de oficio, por el contrario, es con el poder, donde quiera que éste se encuentre. No busca entenderlo o cambiarlo, sino justificarlo. Su herramienta es la lealtad, que no es buena o mala, simplemente es y punto.

En este juego de espejos, el intelectual no puede quedar subordinado a la lógica de la política partidaria o gubernamental sin traicionarse a sí mismo. Su lealtad no es con el príncipe, sea cual fuere su color u origen, sino con las ideas y el debate públicos.

He aquí una representación ideal de la relación de los intelectuales con el poder que difícilmente encontraremos en la realidad, donde prevalecen más los intereses que las convicciones. Pero para contar con mayores elementos de análisis en casos particulares se presentan a continuación algunas tipologías complementarias mucho más cercanas a la realidad de aquellos intelectuales que por sus méritos o habilidades han llegado a constituirse en el Círculo Rojo.

3. Intelectuales orgánicos, Intelectuales pseudocríticos, Intelectuales Independientes

No cabe duda de que los intelectuales del Círculo Rojo, o sea, los intelectuales mediáticos que vemos todos los días son los más orgánicos al sistema, pues utilizan todo tipo de argucias para legitimar y edulcorar los excesos y los abusos del poder. Pero junto con esta categoría de intelectuales existe otra que puede ser igual o más rentable económica y mediáticamente y que, incluso, puede escalar al Círculo Rojo: los intelectuales pseudocríticos del régimen, que supuestamente se colocan del lado de las grandes causas sociales y se conciben como los auténticos exhibidores y denunciantes de la podredumbre del sistema, y como los paladines de la justicia.

Obviamente, desde el momento en que este tipo de intelectuales asume esta posición de manera interesada, ya sea para preparar o apuntalar el ascenso de un líder o un partido de oposición con los que simpatizan, o simplemente para ganarse un espacio en algunos medios explotando con más habilidad que convencimiento en sus artículos y alocuciones todo lo que a la mayoría de la gente le molesta e indigna, se trata de intelectuales igual de oportunistas y mercenarios que los otros. En otras palabras, la crítica y la incorrección política se han vuelto rentables para algunos intelectuales, pues gracias a ellas estos se presentan ante la sociedad como irreverentes con los poderosos y sensibles a las causas ciudadanas, con lo que se ganan las simpatías de quienes los ven y escuchan. Pero cuando la crítica política no va acompañada de congruencia e independencia, se vuelve una mera mercancía para atraer incautos. Por eso, se trata de intelectuales pseudocríticos o de fachada, pues su presunta incorrección política es sólo un afeite, y su supuesta afinidad con los ciudadanos en realidad encubre un profundo desprecio hacia los mismos, al querer imponerles sus propias verdades. Por lo general, son muy pocos los intelectuales en un país los que le dan valor a la congruencia y a la independencia intelectual.

Más específicamente, un intelectual pseudocrítico es aquel que: 1) critica todo lo que sea rentable criticar, que no es otra cosa que lo que muchas personas indignadas quisieran escuchar, pero más para ganar seguidores y alimentar su estatus de crítico que por convicción; 2) es dócil con los medios en los que participa y no cuestiona su calidad moral para seguir figurando en ellos; 3) se codea con los mandarines de la cultura y los medios pero no polemiza con ellos, para seguir mereciendo su interlocución; 4) publica en cuanta revista o diario se le ocurra, sin importar su calidad moral, congruencia o trayectoria; 5) en momentos cruciales, rehúye confrontarse con sus colegas para no arriesgar su propia promoción; 6) asiste a todas las invitaciones muy lucrativas que le hacen los mismos partidos y políticos que suele criticar y figura como “asesor” en todas las dependencias públicas posibles, cobrando cuantiosos honorarios; 7) utiliza las redes sociales para promover su obra y alimentar su avatar más que para debatir seriamente con sus seguidores; 8) al igual que los intelectuales del sistema, el pseudocrítico se dice independiente, pero en realidad apoya abierta o soterradamente a ciertos políticos y partidos con los que simpatiza o para los que de plano trabaja; 9) es políticamente correcto con líderes de opinión con rating, sin importar cuán corruptos o embusteros sean; y 10) entra en el juego de los elogios mutuos con sus pares más influyentes, pero nunca debate con sus críticos, a los cuales simplemente ignora.

En suma, aunque dicen moverse en diferentes pistas, son más las cosas que emparentan a los intelectuales orgánicos y a los pseudocríticos: 1) son cínicos, pues navegan con la bandera de intelectuales independientes, pero en realidad mantienen compromisos ya sea con un gobierno, un gobernante, un partido, un gobernador, una líder político, etcétera; 2) son mediáticos y tienen en los medios en los que trabajan su principal fuente de ingresos, por lo que mantienen compromisos de lealtad con los mismos y de prudencia de acuerdo a los intereses de los dueños de dichos medios; 3) siguen las reglas de la corrección política, pues entre ellos no se ven ni se tocan, o sea, evitan cualquier tipo de confrontación o debate, a no ser que estén preparados con antelación; 4) suavizan o endurecen el tono de sus afirmaciones o críticas de acuerdo con las circunstancias, pues verse siempre demasiado condescendientes o intransigentes puede restarles credibilidad; 5) suelen percibir ingresos muy rentables como asesores o consultores de diversas dependencias públicas, actividad que para ellos es sólo un trabajo profesional —lo cual es ridículo desde cualquier punto de vista—que no interfiere con sus convicciones políticas ni con el ejercicio de su libertad de expresión; 6) esconden un profundo desprecio por la sociedad, pues creen que ésta es fácilmente manipulable y que pueden engañarla, ya sea endilgándole las mentiras oficiales o guardando silencios cómplices o desviando su atención hacia temas irrelevantes o de plano engatusándola hacia los fines o propósitos que ellos persiguen; 7) suelen dominar la escena intelectual del país, pero no porque hayan realizado grandes contribuciones científicas o humanísticas ni escrito grandes libros o ensayos, sino sólo porque fueron hábiles para ascender en el “trepadero” nacional, o sea, fueron lambiscones, agachados y prudentes con las mafias intelectuales; 8) suelen tener un pie en la academia, ámbito en el que son percibidos con desdén, como oportunistas y arribistas, como académicos mediocres sin estatura moral e intelectual, aunque ellos gustan de exhibir en público sus credenciales académicas a la menor provocación; 9) debido a su fama mediática, creen merecer honorarios muy altos cuando se les contrata para impartir conferencias, sin darse cuenta de que, entre más altos sean estos, más bajo es el nivel cultural de sus audiencias, que sólo consumen lo que ven y oyen en los medios, aunque sea pura chatarra; y 10) el quehacer intelectual es para ellos sólo un medio para ascender en sus posiciones y estatus, o sea que sus convicciones políticas son francamente irrelevantes o secundarias por más que se presenten como sus principales portavoces.

Muy lejos está pues el intelectual pseudocrítico del intelectual independiente y congruente que, para entendernos, resumo a continuación, inspirado en intelectuales como Gabriel Zaid. Un intelectual independiente es aquel que: 1) no sucumbe ante las tentaciones del poder ni se deja seducir por los poderosos; 2) no vende su pluma a los gobernantes ni a los partidos, ni cobra como asesor en el sector público; 3) crítica la acción o el discurso de los gobernantes sin estar apoyando directa o indirectamente a otros grupos o líderes políticos; 4) hace política pero desde una tribuna que no es la del partido o el parlamento; 5) sólo se compromete con la verdad pública, donde quiera que ésta se encuentre; 6) sabe que la crítica al poder de los gobernantes sólo es creíble desde la autonomía y la libertad; 7) sabe que su poder radica en las ideas y que trabajar para el poder es sacrificar su libertad; 8) no trabaja en medios vendidos al sistema y que limitan la libertad de expresión de sus colaboradores; 9) prefiere trabajar en los márgenes antes que tolerar que sus opiniones sean censuradas en medios influyentes, pero timoratos y oportunistas; 10) es políticamente incorrecto y combate sin ambages a las mafias intelectuales y mediáticas. Obviamente, lo contrario vale para los intelectuales orgánicos del régimen.

4. El ascenso de los pseudoIntelectuales crítIcos en México

La mejor manera de examinar al Círculo Rojo es ubicándolo en un contexto nacional. De ahí que a continuación examinaremos el caso particular de México. El tema de la relación entre los intelectuales y el poder en México ha sido objeto de innumerables estudios, polémicas y discusiones: ¿amor u odio?, ¿cercanía o lejanía?, ¿lealtad o independencia? Atendiendo a la definición de intelectual propuesta por Zaid, referida antes, ¿qué se puede decir de los intelectuales en México durante el siglo xx y hasta la fecha?, ¿qué tanto se aproximan o se alejan de sus criterios de valor? En realidad, la independencia con respecto al poder no ha sido un valor cultivado por la mayoría de ellos, por más que pretendan aparentar lo contrario. Además, casi siempre han tratado de imponer al público ilustrado del país (antes de esperar a ser reconocidos) su autoridad como especialistas. Por esta vía muchos de ellos se han convertido en auténticos mandarines culturales que medran con el capital intelectual, dictan reglas, protegen a su grey e incluso castigan a los “rebeldes” y fustigan a los adversarios. No obstante, como veremos a continuación, muchas de nuestras glorias intelectuales han recurrido a diversas fórmulas retóricas para justificar sus propios devaneos con el poder sin fenecer en el intento.

La historia política de México durante el siglo xx es una de grandes contrastes y transformaciones, de avances y retrocesos. En este período encontramos todas las manifestaciones o etapas posibles de evolución política características de los Estados-nación modernos, desde el fin de una dictadura personalista hasta una transición democrática, pasando por una muy larga y violenta revolución social, y la instauración, la consolidación y la decadencia de un régimen autoritario de partido único. En ese sentido, es lógico que en el ámbito intelectual también emergieran durante todo este período representaciones o concepciones igualmente diversas y hasta contrastantes sobre el papel de los intelectuales en relación con el poder político, desde las que defienden su incursión en las tareas sustantivas del Estado hasta los que reivindican su plena independencia respecto a este.

Si bien en algún momento en la vida política del siglo xx, más específicamente en el ocaso del Porfiriato, durante la Revolución y en los albores del régimen posrevolucionario, prosperó entre los intelectuales un interés y una vocación —hasta cierto punto legítimas— de integrarse a las labores del Estado por el bien de la nación, ya sea creando instituciones, sobre todo culturales, o generando programas de todo tipo para promover la educación y la cultura en el país, hubo un momento en el que, conforme el régimen político posrevolucionario fue institucionalizándose y afinando sus rasgos autoritarios dominantes, la colaboración con el poder sólo podía hacerse desde una tensión moral o una contradicción imposible de evadir, salvo renunciando a la calidad de intelectual o participando de un juego de simulaciones (de hecho, muchos intelectuales desencantados de su paso por las entrañas del poder volvieron a los libros o pasaron a la confrontación activa). Sin embargo, frente a la disyuntiva de los intelectuales de colaborar con un Estado autoritario de corte paternalista para mantener ciertos privilegios y hasta su propia promoción y permanencia en el medio o mantener su independencia respecto al Estado, aun a riesgo de ser condenados al ostracismo o hasta perseguidos por no plegarse a las reglas del sistema, terminó imponiéndose para la mayoría de los intelectuales una autorrepresentación de su papel en la sociedad, bastante “conveniente” como para no salir raspados en el intento ni confrontados con sus propios fantasmas. Se trata, en suma, de una concepción del trabajo intelectual que no está reñida ni contrapuesta al trabajo político y partidista, a condición de que este encuentro —argumentarán los partidarios de esta concepción— sea creativo y coadyuve a la afirmación de cada vez mayores espacios de libertad y democracia. Para esta posición, poco importa el tema de la mayor o menor independencia intelectual. Por el contrario, se citan y exaltan con frecuencia las experiencias de muchos hombres de ideas que optaron en su momento por colaborar en la creación de instituciones culturales y del propio Estado nacional.

Hasta aquí el balance resulta terrible: la seducción por el poder ha llevado a la mayoría de los intelectuales mexicanos a sucumbir ante él. La existencia de un puñado de intelectuales a lo largo del siglo xx que han elegido el camino menos rentable y protagónico de la independencia y la crítica al poder —como Zaid, Roger Bartra o Lorenzo Meyer— no marca una tendencia. Más frecuente ha sido el de los intelectuales cuya fascinación por el poder los llevó a colaborar con el mismo de manera servil —desde Martín Luis Guzmán y Jaime Torres Bodet hasta Héctor Aguilar Camín y el grupo Nexos, pasando por Luis Spota, Jaime Sabines, Jesús Reyes Heroles, Ricardo Garibay y Agustín Yánez—, o incluso el de los intelectuales que han optado por mantenerse en un complejo equilibrio entra la crítica al poder y la connivencia con él, a veces, con la finalidad de poder emprender su actividad con una cierta dosis de libertad. Ahí están, por ejemplo, un Alfonso Reyes o un José Vasconcelos, en su momento colaboradores del poder, pero también críticos de éste y, por ello, precursores de las transformaciones revolucionarias de principio de siglo, aunque tampoco comulgaban con la ideología de la Revolución Mexicana. Lo mismo puede decirse de Daniel Cosío Villegas, quien después de colaborar con el poder desde diversos cargos públicos se volvió el crítico más incisivo del mismo. Éste es el caso también de Jorge Cuesta, quizá el crítico más agudo del callismo y el cardenismo, lo que le valió la persecución y el denuesto. Y qué decir de Manuel Gómez Morín o Lombardo Toledano, quienes también colaboraron con el poder, pero que decidieron en algún momento enfrentarlo mediante la creación de dos partidos de oposición, el Partido Acción Nacional y el Partido Popular, respectivamente. Ahí quedan también las posiciones ambivalentes de José Revueltas y Octavio Paz, uno intelectual radical de izquierda y otro liberal demócrata, pero que también se movieron entre la crítica al poder y la connivencia con el mismo, aunque el desenlace de sus carreras y sus vidas fue diametralmente opuesto. En tiempos más recientes, la inteligencia pareció moverse a conveniencia entre la crítica y la disidencia o la incorporación al gobierno. Ahí quedan las trayectorias igualmente ambivalentes de intelectuales como Carlos Fuentes, Carlos Monsiváis, Enrique Krauze o Elena Poniatowska.

No es difícil inferir las intenciones implícitas en estas concepciones largamente dominantes en el México posrevolucionario. Sin embargo, lo realmente significativo es establecer las consecuencias de que en el mundo intelectual haya campeado precisamente esta representación en lugar de otras posibles. El hecho es que terminó imponiéndose en México un juego de simulaciones en el medio intelectual, producto de una larga cooptación silenciosa que orilló a la mayoría de los intelectuales a trabajar bajo la tutela del príncipe. La consecuencia más visible de ello ha sido el estancamiento de este sector, lo cual se manifiesta de muchas maneras: la libertad de pensamiento no ha sido algo apreciado por los intelectuales, los debates de ideas no interesan a nadie y nunca se han fomentado, la promoción de los intelectuales se debe más a compromisos y lealtades con los mandarines de la cultura y los políticos de turno que a las virtudes y méritos exhibidos. Por otra parte, la cultura en general y el debate intelectual fueron monopolizados por el Estado y por un grupo muy estrecho de intelectuales que supieron jugar muy bien con las reglas corporativas y clientelistas del viejo régimen. El peso de la tradición en este aspecto es tan fuerte que ni la democratización registrada en México las últimas décadas ha podido alterar todavía sus efectos corrosivos. De hecho, la mayoría de los intelectuales no ha estado a la altura de los cambios y el ágora sigue estando secuestrada por los mismos grupos de ayer, al tiempo que se conservan incólumes las mismas reglas corporativas y clientelistas.

El medio intelectual mexicano ha sido más bien refractario a ser confrontado en sus debilidades y flaquezas. Por eso, cuando alguien osa hacerlo, lo más seguro es que enfrente la descalificación a ultranza o la indiferencia de sus colegas. No es un secreto que en nuestro país no se tolera el disenso, más aún suele asociarse con asuntos de índole personal o privado. En lugar de la confrontación, el medio intelectual mexicano ha afirmado un sistema que hace de la mediocridad virtud, y donde cualquiera que alza la voz para disentir con sus colegas es odiado y denostado.

Es por ello por lo que la libertad de pensamiento no es algo apreciado por los intelectuales mexicanos. Por el contrario, los debates intelectuales no interesan a nadie. Los intelectuales, salvo honrosas excepciones, más que relacionarse por sus afinidades teóricas con respecto a las principales corrientes o escuelas de pensamiento, lo hacen por criterios de amistad o para aspirar a merecer los favores y las prebendas que conceden los mandarines de la cultura y el poder. Estos, a su vez, erigidos en tribunales, monopolizan y controlan a su conveniencia la producción y la divulgación de las ideas en México, o censuran o descalifican con lujo inquisitorial a quienes no comparten sus opiniones.

En ese sentido, en un país donde la cultura estuvo largamente monopolizada por una caterva de ideólogos del sistema priista y donde han prevalecido tradicionalmente las formas más abyectas de cooptación silenciosa, no hay nada más difícil que el pensamiento libre. A los intelectuales independientes, por no alinearse a la visión dominante, siempre les ha tocado en respuesta la marginación y el aislamiento. El dogmatismo no duda en estigmatizar a quienes todavía creen en la fuerza de las ideas. Ciertamente, la academia paga mal en México y ello ha obligado a la mayoría de los intelectuales a acomodarse a lo que venga. El problema está en que tales intelectuales no asuman responsablemente los costos de su inserción en los ámbitos políticos y culturales oficiales, es decir, la pérdida inevitable de autonomía y, por consiguiente, de credibilidad y autoridad intelectual.

Los ejemplos al respecto son innumerables, hasta dar lugar a un abanico muy variado de representaciones de los intelectuales en México en las últimas décadas, cuyo común denominador es la simulación. En primer lugar, están los intelectuales cuyas afinidades electivas los llevaron a convertirse en ideólogos del viejo régimen y a coquetear con los poderosos. Sin embargo, al tiempo que obtenían canonjías de todo tipo por los favores prestados a los detentadores del poder político, se esforzaban por mostrarse ante la opinión pública como intelectuales independientes y librepensadores. Este tipo de intelectual, en realidad, representaba dos papeles al mismo tiempo: por una parte, era un intelectual servil a los gobernantes en turno y, por la otra, se presentaba socialmente como un intelectual independiente no contaminado por el poder. ¿Paradoja? No. Cinismo e hipocresía. La premisa de acción de estos intelectuales orgánicos al sistema se alimentaba de un profundo desprecio por la sociedad, pues suponen que sus interlocutores son fácilmente manipulables y se van a tragar sin chistar todo lo que les vendan. Quizá el ejemplo prototípico de este tipo de intelectual lo constituye el poderoso grupo Nexos y, en particular, el conocido historiador Héctor Aguilar Camín; ambos, ampliamente reconocidos por sus vínculos con el expresidente Carlos Salinas de Gortari. Hoy el grupo Nexos y el propio Aguilar Camín hacen esfuerzos denodados por sacudirse el estigma de ideólogos de Salinas de Gortari. Quizá lo logren, pero la sociedad no se deja engañar tan fácilmente como ellos suponían. El hecho es que Aguilar Camín constituye uno de los casos más notables de cacicazgo cultural en los años recientes. Como ha señalado Alfredo Echegollen, Aguilar Camín “representa el epítome del intelectual que dejó de serlo, porque pasó no de los libros al renombre, sino de los libros al poder (Zaid dixit), y de ahí a la ignominia” (Echegollen, 2006). Además de Aguilar Camín, otros intelectuales muy señalados por apoyar en su momento al gobierno de Luis Echeverría fueron Carlos Monsiváis y Carlos Fuentes. Algo similar puede decirse de intelectuales como Federico Reyes Heroles y Jesús Silva Herzog-Márquez, auténticos aduladores de Salinas de Gortari.

Una segunda representación más reciente del intelectual en México es la de aquellos que pasaron de las aulas universitarias o los medios intelectuales a ocupar cargos en la administración pública o a desempeñarse como asesores de funcionarios en distintos niveles, pero sin asumir públicamente los costos de su inserción. Son pocas las excepciones de aquellos intelectuales que, al asumir este tipo de responsabilidades, decidieron hacer un intervalo prudente en los espacios en los que venían desempeñándose —universidades y medios de comunicación— para ser consecuentes con sus nuevas responsabilidades y compromisos. Por el contrario, la mayoría de los intelectuales que entran en esta categoría siguen desempeñándose en ambas esferas como si no se tocaran y como si nadie se percatara de su incongruencia. Estos intelectuales no se hacen problemas sobre su ambivalencia electiva, no tienen resentimientos de ningún tipo, son más bien oportunistas y venden su pluma al mejor postor. Algunos de ellos gustan ser llamados eufemísticamente “consultores”. Por esta razón quizá convenga la expresión “intelectuales que se acomodan a lo que venga” para calificar a este subtipo de intelectuales. No tendría que dar ejemplos de esta representación de intelectual, pues están en todas partes (basta sintonizar la radio para escuchar sus voces impostadas, abrir los periódicos para leer sus artículos vacíos, encender la televisión para toparse con sus debates maquillados y tímidos); sin embargo, para entendernos, ahí van algunos nombres: María Amparo Casar, Jorge Alcocer o Carlos Elizondo Meyer-Serra.

Pero suponer que la pertenencia a las instituciones políticas no condiciona la práctica de los intelectuales parece, en el mejor de los casos, una ingenuidad. Nadie lo expresó mejor que el maestro Cosío Villegas:

El buen éxito de esta empresa [la del buen intelectual mexicano] exige mucho más trabajar fuera que dentro del gobierno. De aquí concluiría que lejos de echar desde luego sus cartas, debiera rehusarse a participar en un juego político cuya primera “regla de caballeros” es renunciar a ser intelectual, o sea, pensar por sí mismo, heterodoxamente si es necesario (Cosío Villegas, 1985).

Otra representación del intelectual muy común en los tiempos recientes es la de aquellos que disfrazan o maquillan sus preferencias políticas o vínculos partidistas a conveniencia de las circunstancias. Cuando se presentan como “analistas políticos”, nunca hacen explícita su militancia o sus simpatías partidistas, pues saben que hacerlo les restaría objetividad y credibilidad. Son pocos intelectuales militantes que, al escribir un artículo o comentar un acontecimiento en algún medio de comunicación, hagan explícitas sus afinidades políticas. Por el contrario, la mayoría de los intelectuales que entran en esta categoría alternan a conveniencia su doble vida: la del militante y la del analista político, como si la primera no contaminara a la segunda. ¿Creadores de opinión? No, intelectuales sin escrúpulos y dignidad. Mediocres que no arriesgan nada.

Pero si de intelectuales que no arriesgan nada se trata, la academia ha generado otra categoría de científicos aparentemente neutrales pero que en los hechos le vienen muy bien al sistema político: los intelectuales apolíticos. Quienes en nuestro país mantienen esta perorata comienzan —siguiendo a sus patrones extranjeros— con declaraciones retóricas del tipo: “nadie tiene muy claro que es en efecto el sistema democrático”. Se eluden así los problemas substanciales por imposibilidad de comprender la razón política moderna. Para estos intelectuales, no cabe posibilidad de legitimación política y, por supuesto, moral. Todo proceso de fundación política es ilegítimo porque está basado en, según estos de(s)constructores del vacío, un “golpe de fuerza”. Lamentablemente, la academia en nuestro país, tan proclive a confundir repetición con creación intelectiva, y algún despistado con complejo de culto por escribir en los suplementos de cultura, seguirán bombardeándonos con estas estupideces.

A este tipo de intelectuales no comprometidos políticamente cabría recordarles una frase de Voltaire: “Es en la práctica donde el hombre debe probar la verdad, es decir, la realidad y el poderío, la terrenalidad de su pensamiento. La discusión sobre la realidad o irrealidad del pensamiento, aislada de la práctica, es puramente escolástica” (Voltaire, 1978).

Mención aparte merecen los intelectuales mediáticos. Aquellos que han llegado a ocupar posiciones de privilegio en los medios como comentaristas, conductores o productores. Al igual que en los demás casos, estos intelectuales se presentan como independientes, pero todo mundo sabe que en México hasta hace poco no había otra manera de escalar posiciones en los medios más que estableciendo compromisos políticos y lealtades con los poderosos o con los dueños de los propios medios. Obviamente, por esta vía, el pensamiento libre también se vuelve una simulación, por más que algunos de sus supuestos portavoces mediáticos logren cautivar a sus audiencias, como Carmen Aristegui o Javier Solórzano. Cabe recordar también los vínculos entre los intelectuales del grupo Vuelta y Televisa en una época en la que la televisora se declaró abiertamente priista.

Lo más preocupante de este diagnóstico es que muchas veces ni los propios intelectuales mexicanos son conscientes de la simulación que representan. Es como si los usos y las costumbres predominantes se asumieran como naturales, es decir, inevitables, por lo que tales patrones de comportamiento terminan reproduciéndose una y otra vez.

Así llegamos a los intelectuales pseudocríticos o pseudointelectuales críticos, el último y más reciente eslabón en esta cadena de representaciones del quehacer intelectual, y que hoy están de moda. Tres ejemplos muy conocidos de intelectuales que entran en esta categoría son: Denisse Dresser, John Ackerman y Sergio Aguayo. No voy a detenerme aquí a examinar sus trayectorias y obras, pues lo he hecho con anterioridad en otras sedes (Cansino, 2011, 2012 y 2015). Me basta con apuntar los principales aspectos que los emparentan.

En primer lugar, es muy sintomático que cada uno de estos intelectuales haya publicado recientemente sendos libros sobre el presente mexicano y los muchos problemas que agobian a la transición democrática mexicana. Así, mientras Aguayo habla de una Vuelta en U (2011), refiriéndose a una transición abortada, y Ackerman alude al Mito de la transición democrática (2015), con el mismo propósito, Dresser propone una agenda para cambiar a El país de uno (2011). En primera instancia podría pensarse que son obras muy críticas del régimen, pero, a poco andar, se observa que son obras insustanciales y carentes de todo valor heurístico o literario. Para empezar, todas tienen una intencionalidad política implícita que sale a relucir muy pronto: mientras que Aguayo y Ackerman buscaban apuntalar la carrera de Andrés Manuel López Obrador, entonces perredista, rumbo a Los Pinos, demonizando por igual al PRI y el PAN, y a sus respectivos gobiernos; Dresser hacía lo propio, pero para desacreditar al priista Enrique Peña Nieto en su búsqueda de la presidencia y revertir un poco la mala impresión que los gobiernos panistas de Vicente Fox Quezada y Felipe Calderón Hinojosa dejaron entre los mexicanos. En suma, estos libros dibujan de cuerpo entero a estos intelectuales, pues al tiempo que enarbolan una retórica muy crítica del sistema y de algunas de sus elites, buscan congraciarse con otras para preservar sus privilegios como parte del Círculo Rojo. A ello me refiero precisamente cuando hablo de pseudointelectuales críticos, pues su crítica en realidad tiene banderas, aunque disimuladas.

En segundo lugar, por su carácter tendencioso, las tres obras en cuestión son irrelevantes desde un punto de vista científico, pues todas terminan violentando y simplificando los hechos que examinan. Así, por ejemplo, los tres fallan al caracterizar el actual momento que atraviesa la transición en México. En efecto, la “interpretación” (o sea, la lectura subjetiva, interesada y parcial) que cada uno realiza sobre la transición mexicana no tiene ningún sustento sólido ni ninguna veracidad. Ni “regresión” ni “vuelta en U”, ni “transición estancada”, ni “mito”... La caracterización de la transición mexicana no es una cuestión en disputa, sino un mero ejercicio descriptivo en el que, si todo se conduce correctamente, es decir, con apego a las indicaciones y a las premisas propias de la teoría de las transiciones, no hay lugar a interpretaciones subjetivas o parciales. Dicho de otro modo, caracterizar el momento que vive nuestro país con las categorías de la transición no es un ejercicio subjetivo, donde todas las posiciones valen, pues si fuera el caso, ninguna valdría. Estaríamos procediendo mal si asumiéramos a priori que cualquier interpretación sobre la transición mexicana es legítima por el simple hecho de que la realidad admite múltiples lecturas. Es incorrecto, pues, el uso apropiado de la teoría de las transiciones, que no es otra cosa que el cúmulo de saberes existentes sobre dicho tema, producto de miles de investigaciones empíricas; no admite digresiones de ningún tipo, es precisa, coherente e integral. Más específicamente, lejos de una regresión autoritaria, todo parece indicar que lo que tenemos en México es una larguísima instauración democrática, tan larga como la propia transición que la precedió, pues no existen en la clase política actual ni la voluntad ni las luces necesarias para entender la importancia del momento político en que le tocó ser protagonista.

En tercer lugar, las tres obras en cuestión buscan denodadamente descargar en los “mexicanos” todas las desgracias que nos aquejan, ya sea por razones culturales muy arraigadas, como el conformismo, la apatía, el desinterés…, o simplemente usando sustantivos generalizadores que ocultan y engañan, como “México”, “los mexicanos”, “la sociedad”. Decir, por ejemplo, que “los mexicanos estamos mal porque no hemos hecho las tareas que exige la modernización” (Dresser, 2011), que “sólo los ciudadanos que participan en las organizaciones de la sociedad civil son conscientes y el resto no” (Aguayo, 2011) o que “la transición desmoviliza a la sociedad y cancela la posibilidad de imaginar una transformación real del país” (Ackerman, 2015) es culpar de todos nuestros males a una entelequia, es decir, es no culpar a nadie, pues cuando “todos” somos responsables, nadie lo es; al socializarse las culpas con un “nosotros” abstracto, todo queda en el aire. La tesis de toda esta literatura puede resumirse en la siguiente frase: México es un desastre, permanece atrasado, sigue inmerso en la corrupción y la impunidad, con enormes rezagos sociales y económicos, con una democracia hecha trizas, huérfano de un verdadero Estado de Derecho, con un Estado rebasado por los poderes fácticos, inmerso en la violencia y la inseguridad. Si esto es así, es porque los mexicanos lo hemos tolerado. Nuestros males endémicos son el espejo de una sociedad instalada en la indolencia, la permisividad y la dejadez. Obviamente, el argumento es altamente persuasivo, pues nadie pondría en duda que nuestras desgracias son, ante todo, nuestras y de nadie más; o sea, de una sociedad mexicana supuestamente disfuncional que arrastra taras desde el momento mismo de su fundación nacional. Sin embargo, aunque es fácil caer en sus redes, no deja de ser una falacia y un ardid bastante conveniente para sacar de foco los problemas y eclipsar las responsabilidades. Por eso, quizá los diagnósticos críticos que se hagan de la problemática actual del país en este conjunto de libros puedan seducir incautos, pero las conclusiones y las propuestas para enfrentarlos terminan siendo paralizantes o asépticas.

Finalmente, estos intelectuales suelen ser muy críticos con sus pares, con una salvedad: nunca dicen nombres, pues ello los expondría demasiado ante los mandarines del estrecho Círculo Rojo al que han podido escalar no sin dificultades. Así, por ejemplo, Ackerman habla de “comentaristas mediáticos manipuladores”: “La mayor parte de los analistas toman el camino fácil de esconderse detrás del silencio cómplice, las buenas maneras y la neutralidad conformista, son hipócritas y se agachan frente a los intereses de la oligarquía y participan plenamente del autoritarismo mediático”. Esto suena muy bien, y yo mismo lo firmaría sin chistar. El problema es que Ackerman avienta la granada a ver a quién le cae, pero se cuida de no decir nombres, pues sabe que a la postre una osadía de ese tamaño lo condenaría al ostracismo y al olvido, dado el enorme poder y la influencia que tienen las mafias mediáticas e intelectuales en el país. ¿Cobardía? No, simple oportunismo, algo que, al igual que el servilismo o el silencio que critica, también empaña la credibilidad de los intelectuales y opinadores mediáticos. La prudencia que exhibe Ackerman al criticar a los “intelectuales vendidos” sin mencionarlos se entiende mejor cuando vemos en su libro los muchos elogios que prohíja a sus santos redentores, como Carlos Fuentes y Carlos Monsiváis.

¿Acaso Ackerman no conoce el triste y vergonzoso papel que cumplieron estos dos “intelectuales de izquierda” para apuntalar al régimen autoritario en tiempos del presidente Echeverría Álvarez, cuando éste era fuertemente cuestionado por sus propensiones represoras? Lo mismo puede decirse de Dresser, quien gusta de citar profusamente a Aguilar Camín, el ideólogo por excelencia de Salinas de Gortari, el más arrastrado de los intelectuales de este país, para diseccionar las intenciones ocultas de ¡Salinas de Gortari! Eso ya no es incongruencia, sino insensatez.

Hasta aquí mi cuestionamiento a los pseudointelectuales críticos. Sin embargo, no debe subestimarse el hecho de que muchos de ellos han conquistado miles de adeptos. En efecto, algunos llegan a ser tan persuasivos, sobre todo cuando gozan de fama mediática, que siempre hay incautos que compran sus argumentos, y hasta terminan concibiéndose a sí mismos como parte del problema que aqueja a la nación. Pero la realidad es muy distinta. Si México ha conquistado en tiempos recientes avances democráticos se debe única y exclusivamente a la propia sociedad; si México dejó atrás setenta años de dictadura perfecta, fue gracias a sus ciudadanos; si hoy tenemos más derechos y garantías que antes, es porque los ciudadanos decidimos luchar por ellos. En México, los ciudadanos hemos tenido que abrirnos paso en nuestras aspiraciones y reivindicaciones con todo en contra, con una casta política corrupta e ineficaz, con poderes fácticos que rebasan al Estado, con partidos instalados en la mezquindad de sus privilegios, con elites políticas e intelectuales que nos siguen “invisibilizando”. No se trata de anteponer un discurso idealista de la sociedad frente a la presunta maldad del Estado, sino simplemente de levantar acta de una realidad sistemáticamente negada y ocultada por pseudocríticos mediáticos como los aquí señalados, y que ahí está esperando ser interpretada convenientemente, sin las anteojeras pedantes de académicos de cubículo ni la labia adornada de líderes mediáticos oportunistas, sino desde la experiencia, desde la vida, desde la cotidianidad. Quien no entiende que vivir en México, en un país secuestrado por una casta política cínica y voraz, ocupado por poderes fácticos monopólicos, en un país sumido en la violencia, la inseguridad y el saqueo por parte de las élites, convierte a sus ciudadanos en auténticos héroes, héroes por vivir y trabajar honradamente, por migrar para mejorar sus condiciones de vida, por votar apostando por un futuro de paz y leyes…, simplemente no entiende nada…

5. A manera de conclusión

En este ensayo hemos hablado, sobre todo, de los pseudointelectuales críticos en México; pero ¿qué hay de los intelectuales independientes? A ello dedicaré este apartado conclusivo. La verdad es que el panorama para la independencia intelectual no podía ser más desolador. Esto de la independencia intelectual ha terminado por ser en México motivo de mofa entre los intelectuales y los académicos, algo tan escasamente apreciado o cultivado por los creadores intelectuales que parece una broma, un asunto de ilusos o trasnochados y que, como tal, ha dejado de tener cualquier importancia o valor en la actualidad, suponiendo que alguna vez lo tuvo. La corriente dominante al respecto es tan abrumadora que es inevitable preguntarse si defender rabiosamente la independencia intelectual es un error, a sabiendas de que mantenerla cancela permanentemente a sus defensores muchas posibilidades económicas y de proyección.

Hoy en día, lo más cómodo y rentable para quienes trabajamos con las ideas, o sea, escribimos libros, impartimos conferencias, damos clases y publicamos artículos y ensayos en publicaciones especializadas o de divulgación, es ofertar nuestros “servicios profesionales” al mejor postor, sea un partido político, un candidato, una dependencia pública, un organismo electoral, un congreso, un funcionario, un diputado, un gobierno, una paraestatal, etcétera. A estas alturas, nadie se cuestiona si con ello se pierde credibilidad como intelectual, pues todo el mundo lo hace. Más aún, en un medio profesional tan acostumbrado a emplearse con los poderosos —ya sea como asesores, consultores, promotores, ideólogos o mercadólogos—, reivindicar la independencia intelectual de cualquier tipo de contacto con el poder, por considerar que es un principio ético inherente al trabajo intelectual, resulta una tarea inútil y hasta frívola. Así, por ejemplo, pretender explicar a mis colegas que el único compromiso plausible de los intelectuales es con las ideas, para lo cual se requiere plena independencia del poder, ha terminado por ser una necedad, pues ninguno, por lo general, se hace problemas con ello, simplemente se acomodan a lo que pueden, convencidos de que su contacto con el poder (o de plano el convertirse en intelectuales orgánicos) no les resta credibilidad, no los inhibe o compromete a la hora de opinar ni les resta méritos, cosa que sólo puede creerse desde el autoengaño y la mutua complacencia, es decir, donde todos actúan igual y nadie cuestiona ni crítica a nadie.

Quizá en el viejo régimen priista existía entre los intelectuales algún tipo de resquemor o prurito al respecto por cuanto su cercanía con el Príncipe los volvía cómplices voluntarios o involuntarios de un régimen autoritario, motivo por el cual los más cautelosos trataban de ocultar en público lo que hacían en privado para el poder, en un juego de simulaciones que tarde o temprano terminaba por descubrirse. Pero ahora que vivimos en democracia, ese tipo de sutilezas simplemente ha desaparecido. Es como si la democracia purificara a los intelectuales y hasta los alentara a relacionarse con el partido o el político de su preferencia, pues colaborar con el poder ya no tiene la carga negativa que tuvo en la era autoritaria. Obviamente, en esas circunstancias, ya nada hay de valor en la independencia intelectual. Lo que hoy se admira y envidia, aunque no se reconozca abiertamente, es más bien la capacidad de los intelectuales para colocarse con los poderosos y obtener de ellos todo tipo de apoyos; en resumen, entre más un intelectual es capaz de conseguir del poder, más hábil y respetado es por sus pares, sin importar que sus ideas estén ahora determinadas o condicionadas por su jefe o patrón de turno. Podría hacerse una analogía con el machismo: entre más mujeres conquista un hombre, más respetado y envidiado es por sus amigos, sin importar que el macho engañe a su esposa y a todas las demás mujeres con las que anda. De ahí que insistir con Zaid que los intelectuales también hacen política, pero apartidista, alejada del poder, con la fuerza de las ideas y la crítica, sin más compromiso que con la verdad, resulta en la actualidad una ociosidad, una ocurrencia ridícula.

Tristemente, cuando una nueva manera de pensar o actuar se vuelve común o rutinaria, incluso las palabras otrora referenciales se vacían de los significados que alguna vez tuvieron, se convierten en cascarones huecos que cada uno llena a su conveniencia. Tal es el caso de la expresión “independencia intelectual”, que ha terminado por ser todo y nada al mismo tiempo, al grado de que con frecuencia se emplea para justificar precisamente lo contrario que la acepción original postulaba, algo así como una carta de presentación de la que se ufanan algunos intelectuales para ¡emplearse con algún partido o dependencia pública!, o una condición pasajera que hay que sobrellevar con dignidad en las épocas de vacas flacas, cuando no se tiene ningún contrato o chamba con algún político o funcionario.

La independencia intelectual no es un medio para obtener ciertos fines, sino una cuestión de principios. Suponer que mantenerse al margen del poder es una práctica rentable es un error. Si la academia paga mal, la independencia paga peor. De ahí que la inmensa mayoría de los intelectuales termina acomodándose donde puede sin importar que con ello se conviertan en mercenarios al servicio de un político o un gobierno. Sin embargo, pésele a quien le pese, lo único que confiere credibilidad a un intelectual es mantenerse al margen del poder. Por esta vía, quizá no se tanga acceso a los reflectores y a los grandes negocios, pero es la única manera de ser congruente con una actividad noble, pero cuyos propios cultivadores han terminado por desprestigiar y prostituir. Por ellos, precisamente, ser intelectual ha dejado de tener una estimación social; para los demás, ser intelectual es sinónimo de ser un oportunista o un mercenario, un trepador que se vende al mejor postor, un cómplice del cinismo y la mediocridad de la casta política a la que le sirve con lealtad. Por todo ello, la independencia intelectual es también una elección entre la congruencia que supone el quehacer intelectual y la degradación de nuestro oficio.


Notas
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fn1Ensayo. Recibido el 29 de agosto de 2019. Aceptado el 24 de octubre de 2019. TLA-MELAUA, Revista de Ciencias Sociales. Facultad de Derecho y Ciencias Sociales. Benemérita Universidad Autónoma de Puebla, México / E-ISSN: 2594-0716 / Nueva época año 13, Suplemento Especial de Invierno (diciembre 2019 – marzo 2020), pp. 208-230.

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